Una comida con amigos resulta maravillosa. Es una buena ocasión para hablar del corazón, intercambiar ideas, escuchar experiencias para, después, madurarlas con nosotros mismos. La plática fluye más o menos en armonía, hasta que llega… ¡el maestro de todos!
No importa su nombre. Siempre aparece. El maestro (o la maestra) se apodera del micrófono y no hay gallo que le mates. A nadie le es posible disentir. Habla, habla y habla. Arguye, discrepa, invalida y nos instruye a todos sobre qué hacer con el hijo, negocio, hipoteca, curso, abogado o trabajo.
La mesa de amigos, lamentablemente, pierde su encanto. El tono de intimidad, de intercambio y comprensión se esfuma. ¿Conoces a alguien así?
Todos emanamos una energía que, al conversar, se vuelve especialmente importante en una primera impresión. Así, los primeros minutos solemos hablar de cosas relativamente superficiales, por lo que el contenido de la conversación puede ser lo menos relevante. Es durante ese lapso cuando percibimos su energía, su ritmo, lo cual marcará nuestro grado de comodidad con la otra persona y determinará si nos resulta agradable o no.
Al hablar con alguien, siempre hay un sentimiento presente que, de poner atención, se manifiesta en la parte media del cuerpo. Incluso lo podemos percibir al observar la interacción entre dos personas que tenemos cerca, aun si no entendemos el idioma con el que se comunican. Imagina que te tocan dos japoneses; sin entender lo que se dicen, vas a captar la energía de la interacción, la intensidad de las emociones y la conexión que hay entre ellos.
A veces sentimos esa química (buena o mala), pero no sabemos cómo modificarla. Y se puede hacer, o por lo menos parte de ella: la tuya, tu propio ritmo e intensidad, para empatar o complementar la del otro.
Tu estilo de energía se compone de dos partes: La primera se refiere a lo que tú aportas a la interacción: ¿Qué tanto hablas? ¿A qué velocidad? ¿En qué volumen? Esto es lo que determina que la gente se sienta a gusto en tu compañía o que la pongas nerviosa. Y la segunda es: ¿Cómo te sincronizas con el otro? ¿Tomas turnos? ¿Cómo manejas tu espacio vital? ¿Tienes ritmo?
Para la mayoría de las personas, una buena entrevista de uno a uno es aquella en la que el reflector se divide de manera equitativa en mitad y mitad. Y en un grupo de tres, lo adecuado es que cada persona hable la tercera parte del tiempo, y así sucesivamente.
Para causar una buena primera impresión, la regla básica es dejar que tu compañera/o escoja el nivel de energía (hablar mucho o poco) que mejor le acomoda, para que entonces tú lo sigas de manera armoniosa. Si te toca una persona a quien le gusta contarte historias el noventa por ciento del tiempo, lo inteligente y sensible es complementarlo sólo con un diez por ciento, no competir con ella. De esta manera, si te topas con alguien que prefiere hablar menos del cincuenta por ciento, tú puedes “animar el asunto” y llenar los espacios de silencio.
Intensidad. Esto se refiere no a qué tanto hablas sino a la calidad de la energía que proyectas. Qué tan rápido hablas, qué tan largas son tus pausas y el volumen de tu voz. Por lo general, nos gusta dialogar con personas que empatan con nuestra intensidad.
Cuando conversamos con alguien a quien nuestra intensidad le incomoda, suele enviarnos señales que así lo avisan. ¡El asunto es darnos cuenta! Una de ellas es que la gente, para cambiar la dinámica de la conversación, tiende a exagerar en la dirección opuesta; otra (muy clara) es que se levantan y se van, o evitan una segunda entrevista.
Para no caer en lo anterior, tengamos la sensibilidad de mantener un equilibrio en el ritmo de la conversación, y evitemos llegar a ser el maestro/a que le roba micrófono a los demás.
Fuente: Gaby Vargas