Ver un cuerpo humano, percibirlo de golpe o examinarlo detalladamente en sus características visibles y en las que apenas lo son, desencadena emociones y reacciones; son estados psíquicos, que van desde la atracción hasta el rechazo.
Quedarnos indiferentes, mudos, helados, trémulos, asustados, paralizados por el miedo, con alteraciones del pulso y las palpitaciones son respuestas ante personas discapacitadas.
La discapacidad despierta el miedo latente ante la posibilidad de la extinción en nosotros mismos de alguna capacidad, posibilidad que ante el recuerdo -consciente o inconsciente- de nuestra vulnerabilidad infantil, nos lleva muchas veces a poner distancia y a ejercer una discriminación que desgarra al discapacitado, a sus padres y hermanos.
Según estimaciones del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) y de la Secretaría de Desarrollo Social, en México, dos de cada 100 personas y alrededor de 6 millones de familias -de las cuales 8 de cada 10 son dirigidas por mujeres-, viven con alguien ciego, sordo, con parálisis, malformaciones…
Las estimaciones internacionales de la Organización Mundial de la Salud (OMS) son mayores: una de cada 10 personas padece algún tipo de discapacidad y según la Ley, discapacitada es toda persona con limitaciones para realizar por sí misma las actividades necesarias para su normal desempeño físico, mental, social, ocupacional y económico. Las normas que protegen la vida de los discapacitados solamente intentan, colocar en un plano de igualdad a quienes poseen una deficiencia física o mental y a quienes disfrutamos del funcionamiento cabal de nuestro cuerpo y nuestra mente.
Las discapacidades nos confrontan con la amenaza a nuestra integridad. En México, la discapacidad se asocia usualmente con pobreza, marginación social, mala nutrición, analfabetismo, maltrato o descuido. El problema no radica únicamente en la falta de información de la discapacidad y sus repercusiones.
El cuerpo del “Otro”, como fuente y receptor del sufrimiento o el placer, es espejo del propio, más bien de lo que creemos que somos, de la significación íntima de nuestros temores, gustos, disgustos, anhelos, en interacción constante entre lo psíquico y lo social; de lo que personalmente sentimos completo o incompleto, deforme o conforme a nuestra expectativa personal, social y lo que pensamos que tenemos.
Ante la discapacidad, a la que subyace una deformidad aparente o no tanto, se despierta la imagen de tener o no tener; comenzando por la cara, brazos, manos, piernas, piel, etcétera; el tener o no tener una imagen de completud, resulta esencial; el no tenerla despierta una gama de emociones, la falta de algo.
Tener frente a uno la imagen de otro que carece de una parte de sí, remite a la falta de algo valorado y usualmente produce rechazo. Tener o no tener parece más importante que el “Ser”, más en estos tiempos en los que la imagen adquiere preponderancia.
En México parece no haber investigaciones sobre la reacción ante el temor que el aspecto físico de muchos discapacitados produce; hasta hace pocos años ni siquiera salían en las imágenes televisivas, que tienen un innegable influjo social sobre lo anímico y el aislamiento social en las relaciones. El temor a no tener la normalidad biológica, desencadena intensas reacciones; el rechazo, la huida, la culpa prevalecen.
Nuestro cuerpo, nuestros cuerpos están pletóricos de significaciones. Mas allá de lo estético, que siempre es subjetivo, hace falta volver la mirada a lo interior, lo íntimo, a la aceptación de lo que internamente somos. Esto nos conducirá a una visión más humana de nosotros mismos y de los otros, incluyendo a las personas con discapacidad.
Fuente: Ramón Clériga