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El Día de los Muertos conmemora nuestro amor a la vida

El Dia de los Muertos no sólo es un espacio para evocar a quienes ya han partido, sino también para meditar sobre la vida y recordar que ésta no es eterna.
El Día de los Muertos conmemora nuestro amor a la vida

La luz comienza a ceder en el hemisferio norte. El Sol nace tarde y muere temprano en el otoño. Este fenómeno no pasó inadvertido para nuestros abuelos europeos y americanos, quienes, como gente apegada a la Tierra y sus ciclos, crearon una serie de ideas acerca del significado de estas fechas.

Dentro del ciclo de las estaciones, los últimos días de octubre y los primeros de noviembre marcan el inicio de la noche anual, cuando el cosmos se desploma hacia regiones cada vez más oscuras.

En Europa, desde Laponia hasta Creta, los mitos de la noche de brujas permeaban los días otoñales de la Edad Media.

El cristianismo, con la flexibilidad que le caracterizaba en esos tiempos, instituyó las fiestas de los fieles difuntos y todos los santos para poder controlar y sacralizar las creencias de las razas apenas convertidas.

Fue también durante el Medievo que las conmemoraciones funerarias obtuvieron el tono triste; en sus orígenes, el cristianismo exaltaba las muertes de sus mártires como victorias.

Cristo había vencido a la muerte y, desde entonces, no existía ya la muerte eterna, sino sólo un sueño temporal.

De hecho, los lugares de entierro fueron llamados cementerios, es decir, dormitorios.

Cristo volverá por su gente y los despertará del sueño de los justos: … Y esperar así a su hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos (1 Te 1:10).

En América, estas creencias fueron tomadas, en apariencia según algunos, por los indios conquistados, cuyas tradiciones hablaban también de una vida extraterrena y para quienes la muerte era visible en múltiples manifestaciones.

En el calendario azteca, el noveno mes del año era dedicado a los pequeños muertos, y el décimo a los adultos.

El Día de los Muertos, una fiesta mexicana con tintes europeos

En México, la costumbre de visitar a los muertos en el camposanto el Día de los Fieles Difuntos cobró una dimensión única, fruto del carácter del pueblo mestizo. La celebración del Día de Muertos es un legado digno de nuestras raíces europeas e indígenas.

Los indios festejaban ya esas fechas, y a través de la Colonia, la solemnidad del cristianismo tomó un cariz de verdadera celebración cuando, a las tradicionales ofrendas, se unieron los colores brillantes de las flores y el estruendo de la música. Ahora, el tono prevaleciente en estas fechas es una alegría ceremoniosa.

En ese día, los mexicanos nos reunimos con nuestros antepasados de mil modos, y conmemoramos nuestra mortalidad y nuestro amor a la vida.

Los festejos pueden variar desde una misa en honor de un familiar hasta una ofrenda doméstica, en la cual compartimos nuestro pan con aquellos a quienes la fuerza del recuerdo es capaz de atraer.

Curiosamente, la costumbre de ofrecer a los difuntos la comida que les era más preciada, parece ser más europea que americana. En la España cantábrica, se acostumbraba hacer pan para los muertos en el día del entierro; y en Aragón, se confeccionan huesos de mazapán.

En Italia del norte, el 2 de noviembre, los muertos cruzaban los pueblos y entraban a sus casas, donde los vivos habían ya preparado comida, bebida y lechos limpios.

En Gran Bretaña e Irlanda, las almas de los muertos volvían a sus casas a finales de octubre. Este día, conocido en inglés como All Hallows Eve (víspera de todos santos), dio origen a la festividad conocida como Halloween, en la cual duendes, brujas y demonios correteaban por la Tierra.

Por lo tanto, nuestra conmemoración no se encuentra tan separada de la celebración llevada a cabo en Estados Unidos como tantos han dicho, si bien en nuestro caso lo más importante es el ambiente religioso, mientras en aquel país lo trivial lleva la mejor parte.

En un mundo en que las diversas sociedades están destinadas a convivir pacíficamente, la mezcla de creencias y tradiciones es un resultado inevitable.

Así como sucedió con el cristianismo y el paganismo de la Europa medieval y con el cristianismo y las creencias mexicanas, así surgirán versiones más o menos confusas de nuestros días de muertos y Halloween.

Nuestros niños ya ven las “calacas” junto a las linternas de calabaza (una antigua tradición escocesa en la que se usaban nabos, no calabazas), y el pan de muerto y las calaveras son comidas con tanto interés como los chocolates americanos.

Lo más preocupante no es la pérdida de los rituales, sino la desaparición de los conceptos que viven en ellos. Cuando la gente cree que es grotesco comerse una calavera con su nombre en la frente o cree un atavismo la elaboración de una ofrenda, en ese momento notamos un vacío conceptual.

Toda la celebración es el símbolo de una forma de ver la vida. Cuando esa cosmovisión se pierde, la celebración no es sino un adorno vano, un cuerpo sin espíritu.

La visión que los europeos trajeron consigo y aquella de los indios brotaban de diferentes manantiales: El europeo se resignaba a la muerte, el indio la deseaba. El europeo temía a la vida, pues le obligaba a morir; el indio reafirmaba la vida a través de la muerte.

El cristianismo, desde la Edad Media, ha visto el problema vida-muerte como un río que corre al mar, un proceso lineal, veloz y continuo.

Los pueblos mexicanos, como lo muestran tantos objetos artísticos, vivían la dualidad a cada instante: Mágicamente estamos vivos y muertos durante toda nuestra existencia.

A través de nuestra tradición, recordamos a los que se fueron y recordamos que la vida no es eterna, que debemos dar gracias por cada momento que pasamos aquí.

Fuente: Luis Mayer

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