A los seres humanos nos sienta muy mal la incertidumbre a pesar de ser nuestra fiel compañera. En el día a día de aquello que considerábamos normalidad, antes de que la pandemia apareciera, nos las arreglábamos lo suficientemente bien como para poder lidiar con ella.
Simplemente nos levantábamos cada mañana dispuestos a realizar todas las actividades que teníamos programadas; aquellas que eran parte de nuestras obligaciones como madres, padres, profesionales o estudiantes y las otras, para las que siempre encontrábamos un espacio, como ver a los amigos, hacer ejercicio, ir a bailar, comprarnos aquello que habíamos visto al pasar por algún escaparate y por qué no, para planear sobre las siguientes vacaciones.
Vivíamos convencidos de que en nuestras manos llevábamos nuestra vida y la de todos nuestros seres queridos; en pocas palabras, todo estaba bajo nuestro control.
Por supuesto que para lograr lo anterior manteníamos bien guardados en el inconsciente los incontables riesgos a los que siempre habíamos estado (y seguimos estando) expuestos y algunos de los cuales conocíamos bien.
Los imprevistos aparecían con cierta frecuencia, desde los más nimios, pero capaces de echar abajo los tan ansiados planes, como una llanta pinchada cuando te dirigías a la obra de teatro que tanto deseabas ver o la varicela de tu hijo que te obligó a cancelar una vacación hasta los más serios, como un accidente, una enfermedad o un asalto.
Sin embargo, la pandemia nos mostró la realidad al desnudo; es tan poco lo que podemos controlar que se hace indispensable desarrollar nuevas herramientas que nos permitan seguir hacia delante con nuestras vidas sabiendo que si bien no podemos evitar muchos de los acontecimientos que nos suceden siempre existe la posibilidad de elegir cómo asumirlos.
Los pacientes con cáncer son un gran ejemplo
A lo largo de casi treinta años de trabajar con ellos he podido atestiguar innumerables pruebas de cómo el ser humano se dobla ante la adversidad pero no se rompe.
Muchas veces, incluso, se vuelven maestros de vida e inevitablemente provocan que uno se cuestione cómo han podido sobreponerse al cúmulo de pérdidas que se van sumando, una tras otra.
A la ya de por sí difícil pérdida de la salud se agrega la pérdida de la seguridad en el futuro, al menos como lo imaginaban; la pérdida de una parte de su identidad y tal vez, de su cuerpo; la capacidad de hacer, al menos por un tiempo, aquello que les daba sentido y con frecuencia, también, el distanciamiento de pareja o amigos y el estigma que siempre enjuicia y etiqueta.
Y es ahí precisamente donde, con el dolor a cuestas y grandes interrogantes, descubren sus propios talentos y se reinventan.
Pareciera que cada uno, a su ritmo y con su personalidad, descubrieran en medio del caos, el impulso que requieren para recomponerse y continuar encontrando sentido y motivo para vivir la vida lo mejor posible.
Me viene a la memoria una joven paciente que un día me dijo: “Es como si vinieras corriendo con todas tus fuerzas y de pronto y de la nada algo te frenara en seco”. En aquel momento creí entenderlo; hoy, lo entiendo mucho más claramente.
Es momento para reconocernos capaces de adaptarnos, junto a nuestros seres queridos, a la nueva normalidad utilizando o desarrollando recursos como la flexibilidad, agradecimiento y empatía; optimismo, amistad y generosidad; humildad para solicitar ayuda cuando se requiere y, al mismo tiempo, mantener la esperanza que, como otro paciente suele decir, “es como traer puesto el chaleco salvavidas deseando no necesitarlo”.
Fuente: Gina Tarditi